El tribunal supremo interior

Algunos clientes me confiesan que viven bajo juicio constante. No por su pareja, ni por sus compañeros de trabajo, ni por sus amigos. Es una voz mucho más persistente: la propia conciencia. Una voz que les acusa de todo, de lo que han hecho y de lo que no han hecho. Esa voz actúa como un equipo de fiscales implacables y jueces dispuestos a dictar sentencia sin derecho a defensa. Si esas acusaciones vinieran de otra persona, serían motivo suficiente para romper una relación, una amistad o, incluso, para presentar una querella por calumnias o maltrato.

Esa voz interior yo también la sufro. Y sospecho que quien está leyendo estas líneas también. Piensa un momento: ¿cuándo fue la última vez que te atacaste a ti mismo? La mayoría de las respuestas que recibo son: “hace unas horas”, “hace unos minutos”… o “ahora mismo”. Tal es la intensidad del fuego amigo en la batalla diaria de la supervivencia.

El tribunal supremo interior no es imparcial. Son jueces despiadados que nunca elegiste y un jurado popular formado por recuerdos antiguos, miradas que te hicieron sentir pequeño, promesas que te impusiste para no volver a fallar, y errores que todavía duelen aunque ya no puedan llamarse así. El periodista y amigo Lluís Foix diría que son “titulares a cinco columnas” que tratamos de esconder en nuestra conciencia sin demasiado éxito. Son supernovas emocionales que estallaron hace tiempo y que, aunque invisibles, siguen iluminando rincones de nuestra vida con destellos que no queremos mirar. Como las ondas gravitacionales, deforman el espacio-tiempo interior sin que nadie lo perciba.

¿Cómo ganar la causa? No con más juicios. La solución siempre será parcial, un armisticio imperfecto, porque las auto-sentencias suelen ser perpetuas.

Mi propuesta para la defensa es modesta: apuntar hacia una libertad emocional condicional que nos permita seguir adelante. Lo primero es escuchar, no negar esas voces, porque entonces solo se harían más sutiles y eficaces. La estrategia no consiste en acallarlas, sino en sentarse con ellas, poner nombre a lo que pasa, comprender qué quieren proteger o de qué huyen. Porque no son del todo enemigas: son partes de nosotros mismos que han aprendido a hablar con una dureza implacable.

Convivir con ese tribunal interior es un ejercicio de liderazgo íntimo. Significa reconocer qué respuestas nacen del corazón y cuáles vienen del juez que solo quiere castigar o complacer. Significa liderarte antes de liderar a los demás. Y, sobre todo, recordar que no somos la voz que condena, sino la que puede escuchar y amar.

Quizás este sea el acto más revolucionario —y discreto— de nuestra vida: dejar de ser investigados del tribunal supremo interior para convertirnos, por fin, en testigos compasivos de nosotros mismos.

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