La mort com a companya de viatge

Eduard Punset, el reconocido divulgador científico, expresó en una entrevista con Albert Om en TV3 una idea provocativa: «Es probable que yo nunca me muera, no está demostrado que yo me vaya a morir». Aunque esta afirmación puede parecer a simple vista una negación de la realidad, lo que Punset destacaba era la limitación del método científico para abordar cuestiones trascendentales como la muerte. Su propia muerte en 2019 nos recuerda, sin embargo, que todos nos enfrentamos a ese destino final, independientemente de nuestras creencias o esperanzas.

Las paredes de una habitación, no sólo delimitan un espacio, sino que crean el entorno interior donde la vida es posible. Esta metáfora me resuena con la forma en que la muerte define los contornos de la vida. Tal y como las paredes construyen un espacio en el que los momentos pueden ser vividos y apreciados, la conciencia de mi mortalidad rodea la experiencia humana, ofreciéndome un marco definido por su presencia.

Como anécdota, un médico me recordaba que la acción de las vacunas había «salvado millones de vidas» y yo puntualicé que su efecto, en cualquier caso, había sido sólo el retrasar su muerte.
Aclaré que es un recurso para dar valor a lo que me queda por vivir y darle una oportunidad a la muerte para actuar aquí y ahora anticipadamente de una forma positiva, aunque sea recordando lo que por demasiado evidente es invisible.

En nuestra sociedad, donde la muerte permanece oculta tras las cortinas de la modernidad, asumir la mortalidad es más esencial que nunca.
Cuando era un niño, la presencia de la muerte en la vida cotidiana se manifestaba de formas hoy en día inéditas, quizás ilegales: recuerdo cómo mi madre, cuando me llevaba a comprar un conejo en una casa donde los criaban. La señora que los vendia, sin dudar, procedía a matar al animal ante nosotros para prepararlo. «¿Cuál quieres?», me pedía señalando a la jaula y yo me convertía en cómplice, sin ningún arrepentimiento, identificando a la víctima que nos zamparimos tras pasar por la cazuela. Esa imagen, en ese momento, yo la integraba como parte natural de lo que había que hacer, sin dramas.

Era un recordatorio tangible de la proximidad entre la vida y la muerte, una lección sobre el origen de nuestros alimentos y la fragilidad de la existencia, enseñanzas que hoy en día, en muchos contextos, se han desvanecido ante la creciente distancia entre consumidores y fuentes de su subsistencia.

Quizás por suerte o quizás por desgracia, la muerte se ha convertido en noticia y ha dejado de ser experiencia; ha pasado de ser una vivencia íntima e integrada en convertirse en un evento distante y mediático.

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