No veo las cosas como son, las veo como soy

Leí esta frase por primera vez hace tiempo, y me fascinó: “No vemos las cosas como son, las vemos como somos.” Se atribuye a la escritora Anaïs Nin, una voz intensa, provocadora y libre que exploró como pocas la sexualidad, las emociones y la mirada propia en una época en la que las mujeres ni siquiera tenían voz ni voto legal. Es más que una reflexión: es un mapa. Una manera distinta de entender el mundo. Una cosmovisión completa condensada en diez palabras.

Anaïs Nin y Baruch Spinoza. Los dos tuvieron problemas por sus ideas sociales innovadoras que luego han sido aceptadas como universales.

Una cosmovisión es un conjunto de creencias, valores y experiencias que habitan entre el consciente y el inconsciente y configuran la forma en que interpretamos la realidad; es como un mapa interno a través del cual interpretamos todo lo que vivimos. No percibimos el mundo de manera neutral, sino que lo filtramos inevitablemente a través de lo que somos. Reconocer este sesgo no nos debilita y nos hace más libres, nos ayuda a cuestionar el principio aparentemente objetivo de lo que “debería ser”. Nos permite entender que muchas de las normas, juicios y rigideces que nos asfixian no provienen del mundo exterior, sino de nuestro propio mapa mental. Y si ese mapa puede revisarse, también podemos transformar la manera de transitar por él.

Estas cosmovisiones profundamente arraigadas —creencias sobre cómo debería ser la vida, los demás o uno mismo— pueden actuar como prisiones invisibles. Alimentan rutinas insanas, adicciones sutiles y formas de vivir automáticas. Cuando la razón queda atrapada en estos marcos, las explicaciones lógicas no bastan. Hace falta, como proponía el psicólogo Milton Erickson, un trabajo hipnótico para saltar la barrera de lo consciente, mediante metáforas, imágenes y relatos que no abordan el problema directamente y que el inconsciente puede comprender y dibujar en su mapa. Es una forma extraordinariamente efectiva porque no impone una verdad externa al ofrecer una imagen que cada mente puede descifrar a su manera, según su momento y su historia. Es una solución a medida. Porque para entender lo que realmente nos ocurre —lo que nos intoxica o nos bloquea— a menudo es necesario salir del sentido literal y abrirse a un significado más sutil.

Y me pregunto cómo sería si, la próxima vez que me sintiera atrapado en el estrés —cuando todo parece ir mal o simplemente no como yo querría— en lugar de entrar en bucle buscando explicaciones, datos o culpables, me relajara y buscara metáforas. Por ejemplo, en vez de pensar “estoy hundido”, imaginarme en una sala con muchas puertas, algunas cerradas, otras invisibles, pero todas con algún tipo de salida. O en lugar de decir “esto es un fracaso”, preguntarme: ¿y si esto fuera solo una curva más en una carretera larga, no un muro final?

He visto a directivos que, en medio de un conflicto de equipo, cambiaron su narrativa interna de “esto es un caos incontrolable” a “estamos atravesando una tormenta, y mi rol es mantener el timón sin perder el norte”. Solo esa metáfora —la del capitán en la tormenta— les ayudó a recuperar foco, calma y en definitiva poder.

Otra clienta, bloqueada porque sentía que “ya no era útil en su empresa”, transformó su angustia al visualizarse como un árbol en invierno. No estaba muerta, solo en pausa. Necesitaba dejar de exigirse hojas para permitirse descansar. Esa imagen le permitió parar sin culpa.

Quizá por eso existe el arte. No como un lujo, sino como una necesidad. Para muchos artistas crear es un acto terapéutico, es una forma de metabolizar el caos, de traducir el dolor, de habitar el misterio sin tener que resolverlo. También para quienes lo contemplan. Un cuadro, una película o una canción nos impactan porque permiten sumar significado desde un ángulo donde algo encaja, aunque no sepamos decir exactamente qué. El arte funciona como una radiografía simbólica y revela capas ocultas, estructuras invisibles, tensiones internas que la mirada lógica ni siquiera sospecha. Y en esa nueva visión, aparecen nuevas posibilidades. No cambia lo que nos pasa, cambia lo que hacemos con eso.

En cierto modo, esto me conecta con el panteísmo del gran filósofo Baruch Spinoza, que entendía que Dios —o la totalidad de lo que es— no está fuera, sino en todo. Todo forma parte de una misma sustancia infinita: pensamientos, cuerpos, emociones, planetas, conflictos. No hay separación real entre sujeto y objeto, entre lo que somos y lo que nos pasa. Y esa comprensión actúa como un reencuadre radical: no estás luchando contra el mundo, eres parte del mismo flujo. Desde ahí, incluso el estrés o el conflicto dejan de ser obstáculos externos y se convierten en movimientos internos de un sistema más amplio.

La frase de Anaïs Nin —“no vemos las cosas como son, las vemos como somos”— se acerca a esta idea. Lo que vemos fuera está inevitablemente teñido por lo que somos dentro. Y si como propone Spinoza, aceptamos que no hay “fuera” ni “dentro”, entonces todo mirar es también un crear. Cambiar la mirada es un gesto subjetivo con consecuencias como alterar el modo en que la totalidad se expresa a través de nosotros. Una emoción que parecía enemiga se convierte en información. Un obstáculo, en parte del camino. Una crisis, en el lenguaje imperfecto del cambio. Desde esa perspectiva, las metáforas no son distracciones poéticas, sino instrumentos de navegación profunda. Porque si somos parte del todo, entonces también tenemos el poder de reescribir el sentido que damos a lo que vivimos, siempre que para hacerlo no invoquemos a los saboteadores racionales que nos impedirán el cambio con la «lógica» de lo que «solamente-puede-ser-así»

Leave a Comment